Entonces encontré a la lagartija.
Tomaba el sol agarrada en una pared, quieta y tranquila, como si nada pasara a
su alrededor. Me acerqué en silencio y salté sobre ella. Alcanzó a escapar y a
esconderse en una grita del yeso, pero me quedé ahí a esperar a que volviera a
salir. En cuanto asomó la cabeza, la atrapé. De un solo movimiento le quebré el
pescuezo y ahí mismo prendí una pequeña fogata y la asé. Luego la devoré en tres
bocados, con todo y huesos.
Así fue como empecé a cazar
lagartijas.
Navarrete, F. (2005). Huesos
de lagartija. México: EL BARCO DE VAPOR. pp. 174-175
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